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jueves, 15 de diciembre de 2011

Es que el cuento no os lo han contado bien...

Queridas, queridos, tengo un puñadito de historias que contaros, pero parece ser que la cantidad de entradas pendientes es inversamente proporcional al tiempo de que dispongo para plasmarlas en este rinconcito nuestro, así que así funcionamos, con cuentagotas y corriendo el riesgo de que os olvidéis de vuestra antaño adorada diva, hoy relegada al karinesco baúl de los recuerdos en compañía de los vaqueros que ya no os pasan de las rodillas y las hombreras que, aunque las cantantillas cutrongas de pedo-pop-rock digan lo contrario, jamás deben salir de allí salvo para ser quemadas en una pira de fuego purificador.

No obstante, os advierto de que mi cólera divina podría alcanzaros si tal osáseis, en forma de rayo horterizador (maldición maligna donde las haya, que os haría, en caso de merecerla, vestir con las susodichas hombreras, chándal con elásticos en los tobillos, zapatos con pompones y chaquetón de escái de la peor calidad, todo junto y combinado con un cardado setentero y calcetines de raquetitas) o, peor aún, de íncubo lujurioso con la cara de un jefe de servicio y el cuerpo de Falete. Yo voy avisando.

Vuelvo hoy, para vuestro placer, a contaros una breve fabulilla inspirada en uno de nuestros cuentos clásicos; sin embargo, no es esta una versión apta para niños y sí para adultos en cuyos cerebros resida el germen del sentido común. Descubriréis en ella el contexto y la ocasión en que Lady Vaga gustaría de apearse de los tacones y cubrir sus vertiginosas curvas con una cuadriculada camisa de leñador, complementada, claro está, con botarracas de goma, vaquero informe (sin-forma) y hacha tamaño familiar de las que pesan como un cargo de conciencia. Pues, aunque os pasme y temáis que a la ínclita Lady Vaga le haya dado por el travestismo, no es tal; es apenas un desahogo mental aún no realizado pero ya anotado en mi lista de tareas pendientes (junto a tropecientas entradas, nosécuántos agradecimientos de premios y varias otras cosas).

Supongo, queridas y queridos, que todos recordáis a la dulce Caperucita Roja, ingenua chavalita utilizada por nuestros padres y abuelos para enseñarnos que no hay que fiarse de desconocidos y, mucho menos, recibir en la cama si eres una respetable septuagenaria...

¿Veis? Esta se pone la caperuza porque en su bosque
hace un frío que te pelas viva. Las demás no tenéis excusa.
Miradla, queridas y queridos: es nuestra Capreñudita Roja, ataviada con su hermoso Pretty Pusher bermellón (lo de la capucha lo dejo para las chonis y para las que vivan en clima lluvioso o practiquen el jogging; en caso contrario, absténganse, damas que lo son) y recién fecundada por su marido/compañero/póngase aquí lo que corresponda. Radiante, acude a su mamá, aquí interpretada por su médico de cabecera, para notificarle la buena nueva, lo cual, no vaya ella a ser una loca de la vida que ha regado el test de embarazo con Moët & Chandon en vez de con pipises, el simpático galeno vestido de mamá de nuestra prota querrá confirmar con un análisis de sangre. Además, la remitirá al especialista oportuno, para que le haga un seguimiento del embarazo a lo largo del bosque, y la mandará a parir al hospital o casa de la abuelita, donde, le asegura, la esperan a ella y a su bebé un recibimiento lleno de amor y toda la serenidad que tan magno evento merece.

Así pues, alegremente va Capreñudita dando botes por el bosque, pero flojitos, que no conviene pasarse de atlética en su estado, portando su hermosa cestita de mimbre a modo de canastilla, rellena ya, por supuesto, de todo lo que necesitará para su estancia en la casa de la abuelita, léase: braguitas desechables de esas que nunca son de la talla adecuada, una docena de bodies y otros tantos peleles, camisitas de batista, pañales de dos tallas diferentes por si el bebé sale terciadito y por si no, cuatro arrullos, una toquilla, discos de lactancia a tutiplén, un CD de música relajante, un bolígrafo para firmar todos los CI que le presenten por delante, una cremita para los puntos y el cepillo iónico para estar mona cuando vengan las visitas, entre otras cosas.

No desconfía nuestra dulce heroína cuando el Ginelobo se le aparece, en mitad del camino, para decirle, con aviesa intención:

- Capreñudita, Capreñudita, ¿vas a casa de la abuelita?
-Sí, llevo mi canastilla llena de cosas divinas y mira qué mona voy con mi Pretty Pusher a juego con las uñas.
- Bueno, pues vente para tal día que tengo un hueco en la agenda y cuídate de no engordar más de nueve kilillos a lo largo del camino por el bosque, que luego os ponéis ceporras y no hay quien saque a los niños ni con agua caliente.
- Sí, señor Ginelobo, lo que usted diga.

Y Capreñudita continúa su camino, sin atreverse a pararse para comer una baya, no vaya a ser que se pase de peso, ni para hablar con otras Preñuditas que también van a ver a sus abuelitas, por si acaso le dicen algo que no le cuadre. A lo largo de su travesía, el Ginelobo la controla periódicamente, que no es cosa de que la señorita se equivoque de ruta y ose llegar tarde a la casa de la abuela.

El malvado Ginelobo, que no está dispuesto a que se le escape ni una sola Preñudita, se monta en su Lexus y tira por un atajo para llegar antes a casa de la abuelita. Allí, se encuentra a la abuelita-comadrona, que junto a la cama, espera tranquilamente a Capreñudita Roja, sin prisa ni temor alguno. Sin miramientos ni pudor, el Ginelobo agarra por las solapas de la batita guateada a la abuelita y la encierra en el armario de la colada, carcajeándose con recochineo:

- ¡Ja, ja, ja, ja! ¡El parto de Capreñudita lo atenderé yo, aunque sea un parto normal!
- Pero, doctor Ginelobo, somos las comadronas las responsables del parto normal...
- ¡No en mi servicio, ja, ja, ja...!

Cuando Capreñudita llega, en su inocencia, es incapaz de distinguir entre el Ginelobo y la abuelita, pues él ya se ha disfrazado oportunamente y sonríe con fingida dulzura, reclinado en la cama. Pero tampoco es tonta la chavala y, entornando los ojillos (pues ya se ha quitado las gafas, que le han dicho que no puede llevarlas en el hospital), comenta:

- Abuelita, abuelita, ¡qué varita más larga tienes!- absteneos aquí del chiste fácil, por Diox, que es un cuento sin maldad ni cosas verdes.
- Es para romperte la bolsa mejor...

- Abuelita, abuelita, ¡qué de tubos y cables raros tienes!
- Es para anestesiarte mejor...

No del todo satisfecha, Capreñudita aventura una última exclamación:
- Abuelita, abuelita, ¡qué tijeras más raras tienes!
- ¡Es para rajarte el periné mejor!

¡Y de un salto, el lobo se abalanza sobre Capreñudita Roja, que, demasiado prima para reaccionar, deja que la tumben en el potro y la espatarren a lo gallina de corral! ¡Ay, Capreñudita, es tarde para huir! ¡Te la ha colado el Ginelobo con el cuento del parto de baja intervención atendido por comadronas...! ¡Te va a poner fino el Pretty Pusher!

Pero... ¡No temas! ¡Aquí viene Lady Vaga, vestida de leñador, que, si bien no es el look que más la favorece, sí es el más adecuado para la ocasión! ¡Y no está sola! ¡La acompaña un ejército de comadronas silvestres -de esas que atienden en mitad del bosque a las locas hippies como ella misma- que, en un pis-pas, reducen al Ginelobo maloso, rescatan a la comadrona encerrada en el armario -los chistes fáciles los dejo a vuestro criterio- y bajan a nuestra Capreñudita del potro obstétrico para que pueda parir a su bola, como los cánones mandan!

Y Capreñudita parió, en la postura que quiso, a su rollo y en el tiempo que necesitó, con las analgesias que ella estimó oportunas, un precioso bebé sin episiotomías, puntos ni suturas varias.

Moraleja: Podemos parir. No te fíes de los Ginelobos y take it easy, baby.
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